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lla hora, el ruido de las hojas secas que gemían al aplastarse bajo nuestros pasos; aun veo nuestras largas sombras fundidas en una, que el sol poniente proyectaba a la izquierda sobre la hierba de la floresta, como un sudario movible que seguía a la juventud y al amor para sepultarlos prematuramente! Todavía siento la dulce tibieza de su hombro sobre mi corazón y el batir de una trenza de su pelo con que el viento del lago azotaba mi rostro y que mis labios querían retener para poder besarla! ¡Oh tiempo! ¡Cuántas eternidades de alegrías del alma sepultas en un minuto como aquél! Pero no; ¡qué impotente eres para sepultar, para hacer olvidar!

XXI

La tarde en el lago era tan tranquila y tibia como glacial y tempestuosa había sidó la víspera.

Las montañas flotaban en suave luz violeta, que, velándolas, parecía agrandarlas y alejarlas; no podía decirse si eran montañas o grandes sombras movibles y cristalinas que dejaran divisar al trasluz el cálido cielo de Italia. Salpicaban el azul del cielo menudas nubes purpúreas, semejantes a las plumas ensangrentadas que se desprenden del ala de un cisne destrozado por las águilas. El viento se había encalmado al acabar el día.

Las olas, dilatadas y nacarinas, no lanzaban