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más que una fina orla de espuma al pie de las rocas, de donde pendían las hojas mojadas de las higueras. Las leves humadas de las cabañas dispersas por las laderas del monte del Gato subían aquí y allá y trepaban por la montaña para elevarse, mientras las cascadas descendían ae los barrancos como humaredas de agua. Las ondas del lago eran tan transparentes, que, inclinándose fuera de la barca, veíamos en ellas la sombra de las ramas y nuestros rostros, que nos miraban; tan tibias, que sumergiendo en ellas las puntas de los dedos para sentir la estela de la mano, sólo se percibía la caricia de los ligeros escalofríos voluptuosos del agua. Como en las góndolas de Venecia, una cortinilla nos separaba de los bateleros. Ella iba echada en uno de los bancos de la embarcación, acodada sobre un cojín; el cuerpo, envuelto en un chal que la protegía de la humedad del crepúsculo; envueltos los pies en mi capote, plegado en varios dobleces; el rostro, tan pronto en sombra como esclarecido y deslumbrado por los últimos reflejos rosados del sol, que aparecía suspendido en la cima de los abetos negros de la Gran Cartuja. Yo me había tendido sobre un montón de redes en el fondo de la barca, con el corazón lleno, la boca muda, los ojos en sus ojos. Qué habíamos de hablar, si el sol, la noche, las montañas, el aire, las aguas, los ramajes, el balanceo voluptuoso de la barca, la leve espuma de la estela que nos seguía murmurando, nuestras miradas, nuestros silencios, nuestras res