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día a las quintas más elevadas de la meseta de la montaña.

Allí pasamos el día entero sin hablarnos casi; de tal manera nos entendíamos ya completamente sin palabras. Ora ocupados en contemplar el luminoso valle de Chambery, que parecía ahondarse y ensancharse a medida que íbamos elevándonos; ora en detenernos al borde de las cascadas, cuya neblina, coloreada por el sol, nos envolvía en iris ondulantes, que nos parecían sobrenatural encuadramiento y misteriosa aureola de nuestro amor; ya en coger las últimas flores de la tierra en las Laderas que descienden de las quintas, cambiándolas entre nosotros como letras, que nadie sino nosotros podría nunca leer, de ese embalsamado alfabeto de la Naturaleza; ya amontonando las castañas olvidadas al pie de sus árboles y descascarándolas para que ella, por las noches, las cociese al fuego de su habitación; otras veces nos sentábamos al pie de los últimos hoteles de la montaña, ya abandonados por sus habitantes; nos decíamos cuán dichosos serían dos seres como nosotros relegados por su suerte a una de esas cabañas solitarias hechas de unos troncos de árbol y unas tablas, gozando de la proximidad de las estrellas, del murmullo de los vientos en los abetales, del calofrío de los ventisqueros y las nieves; pero separados de los hombres por la soledad y llenando su vida sólo con un pleno y desbordante sentimiento.

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