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No oía sino los pasos ligeros de la doncella que iba y venía por el pasillo, sirviendo el desayuno a su señora; las voces infantiles de las niñas en la montaña, que llevaban flores cogidas en los bordes del ventisquero; el pataleo y el campanilleo de los mulos que la esperaban en el patio para llevarla al lago a los abetales. Me cambié el traje, manchado de polvo y espuma; me lavé los ojos, fatigados y enrojecidos por el insomnio; peiné mis desordenados cabellos; me puse las polainas de cuero, a usanza de los cazadores de gamuzas de los Alpes; cogí la escopeta y bajé a la mesa redonda, donde el viejo médico tomaba el desayuno con su familia y sus huéspedes.

Se habló en la mesa de la tempestad en el lago, del peligro que había corrido la joven extranjera, de su desmayo en Haute—Combe, de su ausencia de dos días, de la fortuna que yo había tenido de encontrarla y volverla a traer el día anterior. Rogué al médico que, en mi nombre, le pidiese permiso para informarme del estado de su salud y para acompañarla en sus excursiones.

Bajó con ella, más hermosa, más sugestiva, rejuvenecida por la felicidad como no se la había visto nunca. Deslumbraba a todo el mundo. No miraba a nadie más que a mí. Yo sólo comprendía aquellas miradas y aquellas palabras de doble sentido. Sus guías la alzaron, entre gritos de júbilo, a las jamugas que usan como silla de montar las mujeres saboyanas. Yo seguí a pie al mulo de tintineantes campanillas que la llevaba aque!