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Amalia D. Soler

la recibí con lágrimas de ternura y Luís con una muda desesperación, porque al ver aquel pobre ángel que parecía tenderle sus brazos, él no tenía valor para rechazarla, pero veía en lontananza las llamas eternas, y antes que esto, el descrédito social con la excomunión.

Un mes estuvo luchando; al fin el miedo lo venció y me mandó esta carta; y al decir esto, Magdalena sacó de entre la ropa que cubría su pecho, un papel arrugado que me entregó diciendo: léela tú. Con sumo trabajo pude entenderla, porque tantas lágrimas habían caído sobre ella que habían puesto sus líneas ininteligibles; poco más ó menos decía así:

«Magdalena, por el que murió en la cruz, yo te pido que me perdones todo el mal que te he causado; le confié á mi padre espiritual nuestros desgraciados amores, y él, más sabio que nosotros, porque está iluminado por el Espíritu Santo, me ha dicho que hemos sido tan culpables, que una vida de tortura no es bastante para expiar nuestro delito; que nuestra unión es imposible, porque nuestro mismo crimen nos separa, y cuando le he hablado de la pobre Celia, me ha contestado que escrito está que las culpas de los padres caerán sobre los hijos hasta la cuarta y quinta genera-