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Ramos de violetas

ción; y que sólo se calmará la ira de Dios consagrando á esa hija del pecado á una vida de penitencia y de expiación, y si persisto en la reincidencia de mi extravío, que él me excomulgará en la tierra y Dios nos maldecirá en el cielo.

»¿Qué hacer, Magdalena, en trance tan horrible? Yo conozco que desgarraré tu corazón y que te haré la más desgraciada de las mujeres; yo tengo aun la debilidad de recordar á ese pobre ángel que ha venido á este mundo para llorar, y á su recuerdo, el llanto de la desesperación brota en mis ojos; ella es el fruto de nuestra culpa, pero ¡Dios mío! ¡la quiero tanto! que si la sigo viendo, no tendré valor para cumplir la penitencia que me ha sido impuesta. ¡Adiós, Magdalena! Si esa infeliz criatura vive, conságrala á Dios para que se calme el enojo del Eterno. ¡Pobre Magdalena! que huella nos ha dejado una hora de locura y de amor; me inspiras la más profunda compasión. ¡Adiós, Magdalena!... ¡Adiós!...»

Cuando concluí de leer esta horrible carta, Magdalena había perdido el conocimiento, la infeliz no podía sufrir tan multiplicadas emociones.

Hice traer un coche, y entre los pobres vecinos de la casa y yo, trasladamos á la