nieve, ni sus mañanas risueñas, ni sus tardes sombrías, todo lo vemos pasar como la visión óptica de un cosmorama: la tierra es para los espiritistas, lo que una estación de tercer órden para los que viajan en ferro-carril. Es como un puerto donde los navegantes se detienen para tomar carbón y agua y seguir después su derrotero. Las guerras, sus disturbios sociales, su engrandecimiento y su ruina, no nos son indiferentes; pero inclinamos la cabeza, y preguntamos á los siglos que pasaron por la historia de las naciones; y cuántas veces tenemos que repetir el vulgar adagio: que aquel que á hierro mata á hierro muere!
No crean por esto los detractores del Espiritismo que los espiritistas á semejanza de los orientales decimos: «Estaba escrito» y ante la fatalidad nos cruzamos de brazos, no; el verdadero espiritista trabaja constantemente para mejorar en parte la condición de la humanidad, mejorándose á sí propio.
El espiritista se convierte en juez de sí mismo, y no hay juez más implacable que nuestra conciencia.
Nos cuesta trabajo, mucho trabajo, conocernos á nosotros mismos y convencernos que somos los autores de nuestro infortunio; pero cuando llegamos á vencer