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Mi madre está muy enferma... No quería venir...

¡Como tiene tanta gente enterrada en Plasencia!

Ella dice que su alma está en aquel cementerio...

Se resistía... Pero me ascendieron... Ahora soy factor en Madrid... La pobre se decidió a seguirme.

Llegamos hace cuatro días... En un camaranchón de la calle de Mira el Río nos hemos metido... Ella hubiera querido venir a ver a ustedes... Pero ¡ca!, si está baldada. No puede moverse.

—¡Pobre señora!

—¡Yo tenía tanto deseo de venir a Madrid! ¡Era mi único deseo, mi único deseo! Me dije: «¡Cuando cumplas los veinte años... en la corte!» Y lo he conseguido. Porque ayer cumplí los veinte años... Me llamo Evaristo.

¡Evaristo! Pero, Señor, ¿qué le sucedía a Leonarda, que no podía explicarse que se llamase Evaristo aquel hombre? ¿No es un nombre como otro cualquiera? ¿Qué motivo había para que le produjese la impresión que le producía? Bien es verdad que cualquier otro nombre le hubiera producido efecto igual. El que no lo entienda, que no siga leyendo. Yo sé que alguien ha de seguir.

Evaristo sacó del bolsillo del chaleco un reloj de níquel sin tapas, y dijo:

—Me marcho... Son las cinco... Entro de guardia a las seis..

Leonarda había permanecido en pie: él se despidió alargando la mano, y ella se dejó estrechar la suya sin hallar una palabra de cariño para la pobre enferma, ni una sonrisa de amistad para el pariente.