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XII

¡Fiat!

95 La llegada del primo modificó algún tanto la vida de Leonarda. Hubo frecuentes paseos desde la caseta de las Peñuelas al camaranchón de la calle de Mira el Río. Era éste uno de esos alvéolos casi habitables en que se pudre la humanidad pobre. La madre de Evaristo Ramos, acostumbrada a la suelta y anchurosa vida del pueblo, no podía resistir el ahogo de las estrechas paredes ni acostumbrarse a la contemplación del panora ma de tejados, colonizados por un ejército gatuno y en que hacían el papel de arboledas las ca.

ñas colocadas en ángulo para sostener la nada limpia ni bien oliente ropa colgada a secar. ¡Y la comida! El garbanzo comprado por cuarterones, la carne de buey tísico, con más piltrafa que magro y más hueso que blandura, hacían del puchero, de aquel puchero castizo de la ardiente Extremadura, un purgante corrosivo, a que no podía resistir el estómago de la enferma. Era ella alta, y habría tenido hermosa juventud, de que daban indicios su cabellera, ya blanca, pero aun abundosa, y el trazo rectilíneo y suave de sus cejas, su boca y su nariz. Así como detrás de la miseria de su traje y de la conformidad que con su situación precaria expresaba su persona entera, fulguraban encantos y prestigios de una época en que la señora Rosario