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tonces se turbó y vino a convertirse en un caos.

Generalmente, Leonarda iba por las tardes a la calle de Mira el Río y ayudaba a coser a doña Rosario, que hacía camisas para El Corte Militar. Su gozo era por las noches, cuando llegaba el primo Evaristo, embozado en su viejo carrik y tan grave como siempre. Leonarda admiraba aquel muchacho, que tenía en la primera juventud la seriedad triste de la vejez desengañada.

Había en el cerebro de Evaristo algo del pensamiento de Werther. Si se sentaba cerca de Leonarda y la casualidad ponía en contacto sus rodillas, la pobre niña sentía un deliquio divino, parecíale haber perdido la condición grave de los cuerpos y flotaba en ina atmósfera azul, entre alas y besos. Cuando la pantalla del quinqué caía hacia la derecha, ocultaba el rostro de Leonarda y enviaba un chorro de luz amarilla sobre el rostro de Evaristo, la criatura enamorada embebíase contemplando los detalles de aquel semblante y distinguía las lineaciones venosas de la córnea y los menudos poros de la piel y el desorden hermoso de la barba. Digámoslo así, porque ésta es la verdadera expresión del sentimiento experimentado entonces por Leonarda: su espíritu se abismaba en la belleza de Evaristo como un nadador sofocado en las dulces honduras del claro río.

Evaristo, por su parte, parecía no advertir los estragos que había causado en el alma de la niña; pero alguna vez sus ojos se detuvieron, por hechizo de amor atraídos, en el semblante de Leo-