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Aquella mañana, el sol caldeaba los horizontes, las ramas de los árboles de la ronda de Segovia estaban quietas y como inmóviles. Los arriates del riego, henchidos de agua, rebosaban música y frescura. Una muchedumbre inmensa corría, se empujaba, a pie, en coche. Apiñábanse unos sobre otros. No era andar por un camino. Era formar una masa de cabezas que disputaban y de brazos que se oprimían, hablando en el elocuente lenguaje de los codos. La fila de coches serpeaba entre la gente de a pie. Había un hormigueo de ojos que se tiroteaban, un mariposeo de pañuelos de seda, una flotación de cintajos de sombreros, de tules de mantilla, de mechones morenos y rubios, peinados al desgaire; una vibración de abanicos de todas formas y jerarquías; una reverberación de pendientes, de alfileres de doublé, de joyas de infinito linaje, unas más cursis que otras... Y el ruido tomaba todas las formas: la del 1elincho en el caballo, la del llanto en el muchacho, la del pregón en los naranjeros y vendedores de silbatos, la de la conversación en la gente culta y principal, la del alarido en el pobre sin pies ni brazos que pedía un cuarto a aquella loca personificación de la humanidad. Era un maelstroom de ruidos y colores. Y no faltaba la nota chillona del pañuelo rojo, ni la figura relumbrante del burgués enriquecido, ni el ros desbordante de cordones áureos del oficialete bisoño, ni la sombra grave de la pandera de paño de los labriegos de los llanos de Casilla, ni'la ruda cabeza llena de pelo que encierra