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en círculo de colores un fular de seda del aragonés heroico, ni, en fin, la seta negra del sombrero curro, que es la tiara de la chulería.

Leonarda estaba allí. Iba con su tía doña Rosario y con su primo Evaristo, empujados por las corrientes diversas de tan violento oleaje.

—¡Salgamos de aquí! Yo me ahogo—dijo doña Rosario, echándose con el abanico un suspiro de aire y una nube de polvo.

—¡Fácil es eso! Bien dije que no debíamos aventurarnos en este turbión—repuso Evaristo.

—¿Por qué no?—objetó Leonarda—. ¿Nos van a atropellar? Ya ve usted, tía, cuánta gente va al Santo. Pues como van todos, iremos nosotros.

Leonarda tenía en la cabeza un pañuelo de color de rosa pálido, cuyo matiz acentuaba la negrura de sus pestañas y la supina elocuencia de sus ojos.

Un esmero particular se advertía en su traje, que, con ser de percal, era bonito, de un claro color que la sentaba a maravilla, y de un corte moderno y elegante, en el cual se habían confundido las artes de doña Rosario y la intuición de la coquetería, que, con otros impulsos de la juventud femenina, dentro del pecho de Leonarda despuntaban. A ella le llevaba su gozo volando en vilo, sin sentir el polvo que ensuciaba el ambiente ni los tropezones que dificultaban la marcha. ¡No estaba allí Evaristo?

Leonarda se quitó el pañuelo de la cabeza y quedó al descubierto su peinado, en que las negras hebras de lasa seda despedían acerados reflejos. Llegaban con esto a la entrada del Pontón Verde. Allf