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siempre entre las mantas! Alzate y trabaja, que lo que tienes sólo es pereza y vicio.

—Calla, borracho—solía contestarle la vieja con calma propia de quien está acostumbrada a tales flores y cariños—; yo estoy mala; sí que lo estoy.

Tu sobrina... Leandra... ésa es la que me ha hecho mal de ojo... Pícara, holgazana... Cada día me siento peor... Me han echado una maldición.

Desde que vino a casa, que antes era una balsa de aceite, se me metió el malo» en el cuerpo...

Ese es el premio que concede Dios al que hace obras de caridad... ¡Leandra, holgazana!... Baja por un cubo de agua... Mira, Leandra, acércame ese jarro... Yo me malicio que pones algún veneno en las medicinas...

La pobre niña rompía a llorar amargamente, y se apresuraba a obedecer; pero su turbación y amargura trastornábanla de manera que equivocaba todo lo que pedían, lo cual era motivo de crueles reprimendas y fuertes porrazos que campanero y campanera le pegaban. ¡Pobrecilla! Un día recibió en la espalda un golpe tan fuerte del canalla de su tío, que rodó cerca de veinte escalones, y quedó sin sentido. Permaneció en la escalera hasta que, vuelta en sí, el frío y el dolor de las heridas que sufriera la demostraron que no habían terminado sus desgracias, y subió a la habitación para escuchar una atroz filípica, salpicada de bárbaros epítetos y palabras feas, ¡porque se había estado en la calle jugando con las chicuelas de la vecindad! La infeliz Leandra cru-