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rato que yo iba a pasar cuando matasen y descuartizasen a la pobre Pardaleta, que tantas veces me había llevado en su anguloso lomo a la Dehesa, a Bañolas y a la fuente del Galligans.

En la carnicería vi más de treinta bestias entre mulas y caballos. El de don Mariano, el gobernador, que era un hermoso potro cordobés, de finas patas y lustrosa piel, fué el primero sacrificado al hambre de aquel vecindario heroico. Después llegó el turno a mi Pardaleta. El pobre animal parecía conocer de antemano su trágico fin.

Con las narices dilatadas por el temor, aspiraba las emanaciones sangrientas que despedía el suelo de la carnicería, cubierto ya de cadáveres, y con sus ojos tristes y lánguidos me miraba como para pedirme socorro. Pero, ¡ay!, no pude prestársele.

El tío Gasparet levantó el cuchillo, asió del ronzal a la yegua y..., ¡zas!, hundió el reluciente hierro en el cuello de mi Pardaleta. Esta no se movió siquiera. Cayó a tierra como herida del rayo, y expiró con toda la dignidad de un mártir.

Diéronme la parte de carne que correspondía a los dueños despojados, y volví a mi casa llevando a cuestas unas cuantas libras de lo que fué mi Pardaleta. Al salir de la carnicería y ver colgada de un palo su blanca piel goteando sangre, no fuí dueño de contener mis lágrimas, y lloré copiosamente.

Mi abuela me aguardaba con impaciencia, y así que me vió manchado de sangre, y con la triste carga encima de mis hombros, gritó, subiendo y bajando sus manos con ademán de dolor: