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Han matado a la Pardaleta? ¿Cuándo nos matarán a nosotros? ¡Hambrientos! ¡No piensan mas que en comer!

Luego se arrodilló debajo de la campana de la chimenea, y poniendo sobre la losa del hogar sus manos descarnadas, en que se descubrían las venas gruesas como cordeles, siguió diciendo:

—Esta piedra se ha enfriado para siempre. Nunca más volverá a arder aquí la llama de la alegría, que hizo sonreír a tus padres y alumbró tus juegos primeros...

Parecía mi abuela una vestal decrépita, exasperada porque un soplo de los huracanes hubiera apagado el fuego cuya custodia 'se le confió.

El gato husmeaba la carne de la yegua, y lanzó un plañidero maullido, fijando en mí sus pupilas fosforescentes.

—También tú quieres atracarte?—dijo mi abuela al gato, como si éste la entendiera, y añadió a su reconvención una manotada que hizo declararse en fuga al famélico bicho.

—Déjele usted que coma—repliqué yo a mi abuela. Si los soldados se comen los ratones, ¡qué les queda a los gatos?

Entonces sentimos unos pasos sigilosos en el portal y, volviendo la cabeza, vimos al padre Siset. Su pardo hábito franciscano, todo harapiento y lleno de manchas; sus pies, descalzos, sucios, horribles y juanetudos como los de un diablo; sus piernas, nerviosas y peludas; sus enormes manos, que no podían hacer otra cosa que agarrar, y que