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una a otra se mortificaban con sendos apretones —a la manera de sus amigos, siempre juntos y siempre zahiriéndose—; su oblonga cabeza, y sus ojos descoloridos y sin expresión, cual los de un ciego, formaban un conjunto que no se me olvidará mientras viva.

—Qué hacéis aquí?—gruñó mirando a mi abuela, que seguía arrodillada—. ¡A las murallas! ¡A los hospitales! ¡A las obras! ¡A trabajar!

¡Canalla, cobarde! ¡Voto al cordel de Judas, que no merecéis ser españoles! ¡Vieja, levántate! ¡Tunantuelo, sal a la calle! ¡Idos a la puente de Francia, donde hoy se prepara un buen baile de gabachos!... Pero antes dadme las vituallas que tengáis...; la carne, el pan, los garbanzos que os queden; todo hace falta en los hospitales.

—No tenemos nada—gruñó mi abuela, contemplando con desconfianza al fraile, que, al aspirar el aire, parecía inquirir con las fosas de su gruesa nariz, pobladas de cerdas, el lugar donde podríamos ocultar las provisiones.

—¡Mientes, vieja agoísta! Aquí hay carne...

Esto es para los que se baten. ¿Con qué derecho piden de comer los que no pelean?

Y apoderándose de la presa de carne de la Pardaleta, la sepultó en las amplias mangas de su hábito, como si hubiese sido una manzana.

—¡Ciudad de traidores y cobardes!—dijo—. No encierras, ¡oh miserable Gerona!, dentro de tus carcomidos muros mas que cobardes, almas de paja y cuerpos de alcorza. Aquí no hay sino tres