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nes del Señor dejarán de serlo; el altar será hollado por las pezuñas de los caballos franceses; tus hijos sentirán en su cuello el áspero dogal del conquistador, y tú, tú misma, con tu corona ducal y tu sangriento escudo, serás amarrada al carro del que vence!

El padre Siset adelantó sus pies hasta el borde de la muralla; yo no había previsto que el bárbaro patriota hiciese aquel movimiento, y cuando quise retirar mi cabeza de la tronera, ya era tarde.

—¡Ah, tunante!—gritó el fraile descendiendo de la muralla—; ¿qué haces ahí? Pero la qué preguntarlo? ¿Qué puedes hacer si no es esperar una ocasión de fugarte? Acaso eres espía de los gabachos, acaso te pagan los monsieres para que vendas a tu patria... ¡Ah, yo te diré cómo debe tratarse a los traidores!

Yo estaba aterrado; cerré los ojos para no ver aquellas disformes manos que se acercaban a cogerme, ni aquella boca enorme, ouyos gruesos labios se desplegaban con violentas gesticulaciones al proferir tantas amenzas.

—Sal de ahí al punto, traidorzuelo; ¡por el cordel de Judas te juro que hoy mueres!

—¡Ay, padre Siset—repuse yo en balbucientes frases, comprendiendo que mi resistencia sólo servirla para exasperar al fanático cogulla—; perdóneme vuestra merced! No me haga daño, no me pegue; no soy traidor; no quiero entregar a mi patria. Déjeme vuestra merced ir a buscar a mi abuela.