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Salí de entre las ruedas del cañón, y no sé qué fué antes, si incorporarme o sentir en mis hombros las tenazas que me destrozaban, pues no otra cosa parecían los duros dedos del fraile.

—¡Perdonar!—vociferó él—; ¡perdonar!... Hoy no se perdona. Se mata o se muere, y tú vas a morir.

Arrastróme hasta la tronera; levantóme en vilo como podría yo haber alzado al gato de mi casa, y después de dejarme un momento en el suelo del camino cubierto, se acercó a la almena más próxima. No osé moverme, y permanecí acurrucado sobre el polvo. Un segundo después, que el acelerado impulso de mi corazón contó por un cuarto de hora, sentíme nuevamente suspendido en el aire. Creíme lanzado al espacio, mi conturbada imaginación me hizo ver debajo de mí negros abismos, erizados de peñascos escabrosos y en cuyo fondo me aguardaban los esqueléticos brazos de la muerte.

—¡Padre Siset, por San Narciso, perdóneme vuestra merced!—grité, agarrándome a las mangas de su burdo hábito franciscano.

—¡Perdonar al enemigo de Dios! ¡Eso es un crimen! ¿Y qué es la patria sino Dios, Dios, que se ha hecho tierra, árboles, casas, cielo azul y claros ríos de mansa corriente?

—¡Pero si yo no soy enemigo de mi patria! Yo no soy mas que un pobre huérfano, un muchacho abandonado de todo el mundo. ¡No me mate viestra merced!

En mis desesperados esfuerzos para cortar el