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como un espejo. Era un salón grandísimo, iluminado con velas de cera puestas en coruscantes cornucopias, y sus reflejos se quebraban y partian en hacecillos múltiples de claridad en las arañas centrales, de complicada y artificiosa cristalería, donde la mano del moldeador había vertido gotas de agua sólida, creando una mágica vegetación de sarmientos de vidrio, de la que arrancaban flores de cardo concluídas en cuerpos de nereidas. Las luces se columpiaban en los espejuelos de las cornucopias, y, mirándose en ellos, simulaban las pupilas lujuriosas y encendidas del espíritu de la sensualidad ardiendo en su propio fuego, y enamoradas de las cosas que veían desde arriba al cruzar bajo ellas las escotadas mujeres.

Al entrar el vejete del sombrerón despojóse del capote y descubrió su cabeza, adornada de peluca gris, cuyo cabello se acomodaba en dos alas rizosas sobre la nuca. Era el vejete una cuaresma, todo huesos y ninguna carne; afilado de nariz, de largo labio, rasurado con tal esmero que brillaba; de pupila chiquita e inquiridora, y tanto fulgor en la mirada, que sus dos ojos parecían agujeritos abiertos en un horno.

—Soy el primero—dijo.

Dió una vuelta por el salón, contoneando su talle y haciendo ondear los paños de la casaca, de roja púrpura galoneada de oro. Requirió el espadín, que era una línea de acero, de vaina de cuero rojo y niquelado puño, del que cadenetas y sortijones pendían revueltos y sonajeantes. Ten-