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dióse en un sillón de armadura dorada y puso un pie sobre otro y ambos encima de una piel de tigre que delante de él había.

—¡Cuándo vendrán esas damas? ¿Faltarán a la cita? Ansío ver damas de mi edad vestidas al uso cristiano. El siglo puede más que el buen gusto; se las lleva, las arrebata, sopla el aristocrático polvo de su cabello, hiela su corazón, infla sus vestidos, cose volantes en sus faldas, baja sus cinturas, despeina sus bucles... y a todo eso lo llaman toilette... ¡Palabra diabólica! Es como el conjuro de las modas infernales. El figurín del siglo es el de las arpías cuando daba fiestas Plutón.

Oyóse en esto ruido de coches y pisadas de caballos que, caracoleando, entraban en el pórtico de la casa. Levantóse con juvenil presteza el anciano, y apoyado el puño en el pomo del espadín, tirantes y en graciosa curva las pantorrillas, y derribada hacia atrás la cabeza, esperó a que la antigua y ruinosa carroza, que se había detenido en el zaguán, desembaulase su carga, que no era floja, si se atiende a que se componía de dos apopléticas damas quintañonas y barbiponientes, que se esforzaban por andar con garrido porte y subir la escalera con donosura. Vino después otro carruaje arrastrado por vieja mula, y más tarde —eran las nueve—una lechigada de sombras, envueltas en capas rojas, en gabanes amplios, en anchos pañolones, que al desembozarse, al abrirse y al deshacer sus pliegues, echaban fuera una multitud de señoras y caballeros, viejísimos todos y