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vincias, de vuestras casas solariegas. ¡Gracias!...

El siglo XVIII está aquí... Cerrad las puertas, cerradlas bien. La historia se ha quedado en la calle.

La historia es un epitafio, y cree que al escribir el nuestro nos ha matado... ¡Ah, ah, ah!

Las voces de aquellos seres que habían sobrevivido al siglo XVIII tenían sonido desagradable y cascado; el gargarismo y la ronquera formaban el timbre de su hablar, y sus palabras eran anticuadas, oliendo al polvo de los diccionarios ar caicos.

—¡Abrazadme todos! Hombres y mujeres, estrechaos... El entusiasmo no tiene pudor.

Una efusión de cariño petrificado animó a las momias, y sonaron besos como bostezos y abrazos llenos de crujidos; esqueletos de brazos se desarticulaban al estrechar pechos sin carne ni amor; labios húmedos y cerdosos y encías desdentadas chocaban, buscando entre las sepulturas de sus perdidas muelas el alma de un beso olvidado.

Pasaban de doscientos los contertulios, y todos lucían las abigarradas ropas de la generación oficial que ilustró los salones palaciegos cuando Carlos IV era monarca de las Españas. Eran las plumas del colibrí adornando la desgarbada figura del flamenco, ¡cigüeñas vestidas de canario!

¿Quién fué la dama que se sentó en el clave? Su nombre quedó en el olvido; pero no las notas estridentes del instrumento, que se pulsaba como un piano y sonaba como una guitarra. Arpegios y escalas corrieron sobre el teclado, y en las decré