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todos adornados a uso del año 93. Se saludaban fina y ceremoniosamente, alargándose unos a otros ios dedos helados de su mano derecha, y haciendo a par un amago de genuflexión, grotesca de puro rendida y cortesana. Pasaban al salón, y allí, en medio de la luz, que de candelabros, arañas y cornucopias venía, más amarillo se juzgaba el raso de los vestidos de ellas, más estrecho, aquilatado e inverosímil el talle de los hombres. Las mujeres traían la cintura en el seno, y éste parapetado tras corsé de coraza; plumas y garzotas multicolores sobre las pelucas; abundancia de esmeraldas en el cuello y orejas; ninguna flor del tiempo. Y había en la concurrencia círculo de toses, manos que tomaban rapé perfumado con macuba en cajas de oro, sonreír glacial y una urbana respetuosidad mutua, saturada del más fino comedimiento.

—¡Ah!—exclamó el vejete, a quien todos llamaban duque. Permitidme que me regocije. Cien años hace que no nos vemos. Habéis sido puntual, condesa... Primo Barrueco, habéis venido también... Eulalia, Clotilde, Presentación... todas, todas, todas habéis sido fieles a la palabra que empeñasteis aquella noche... Acordaos bien:

en esta sala nos hallábamos reunidos. Hace cien años de aquella noche. ¡Cuánto ha llovido desde entonces! ¡Cuántas espigas de trigo y cuántas cabezas humanas se han cortado! El hacha y la hoz han trabajado en competencia... La cita era para esta noche del día ó de septiembre. Vosotros habéis venido de vuestros hogares, de vuestras pro-