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Púsose en pie, alargó los brazos delgadísimos y embutidos en una ropilla negra, y prorrumpió luego:

—¡Endemoniado sujeto sin duda, digno del fuego eterno, sería ese Teócrito! El poeta grande aun no ha nacido; el poeta mayor de cuantos escribieron ha de ser el poeta de la vida infinita; el que abofetea al amor; el que moja su pluma de cisne negro en el óleo de las lámparas sepulcrales; el que, en vez de acercar a su oído la caracola de nácar donde durmió Venus, acerca un cráneo hueco, donde ha de resonar la eterna y única palabra que encierra la verdad de la vida: ¡Miseria!»; el que, en vez de descender al Olimpo en busca de musas desvergonzadas y desnudas, desciende a las galerías subterráneas de las criptas a sorprender el silabeo de los sapos y el roer del gusano...

—¡Silencio!

—¡Que se calle!

—¡Que se siente!

—¡Mentecatos!—gritó el Duque—. ¡Queréis ver dónde reside la belleza suma? Vedla aquí.

Alzósa de su asiento, fué a una puerta del salón, abrióla, y de una estancia contigua sacó a una sombra blanca, alta, esbelta y gallardísima.

Después tiró del cendal que la cubría, y apareció la desnudez más bella y profana que pudo idear artista griego.

Era una muchacha como de quince años, que por todo traje tenía una mantilla española de ne gro encaje a la cabeza.