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¡La décima musa!—dijo un viejo.

—¡La única musa!—objetó otro.

—¡La musa eterna!, Flérida—afirmó el Duque.

Lo cierto es que Flérida, aun cuando parecía una musa por lo bella, no pasaba de ser mortal muchachilla, y el espectáculo de la enorme mesa, del concurso de gimias, y además la vergüenza de verse desnuda, la hizo empurpurarse primero y palidecer más tarde. Su gallardo cuerpo, pulido y terso como de ágata, se estremeció de horror.

—¡Déjenme, déjenme! ¡Por la Virgen de la Antigual—gimió, arrojándose al suelo y procurando cubrir con sus manos todo su pudor ofendido.

El Duque la miró con júbilo.

—Este era mi secreto—exclamó—. ¡No os ofrecí hace cien años una sorpresa? ¡No os prometí que mi ciencia sabría conservar con su juventud y su gracia, a través de los años, la mujer que me diese gana? Pues vedla aquí. La noche de nuestro festín... aquel festín que celebrábamos en esta misma estancia... empeñé mi palabra de noble y mi honor científico de presentaros hoy, joven como entonces lo fuese, a la primera muchacha que encontrase en la calle. Es ésta. Se llama Flérida. La poesía, la juventud, la gracia no han envejecido. Pasead vuestros ojos cansados por estas líneas curvas, donde la luz resbala como el agua en un torso de mármol.

—Tapadla—dijo, escandalizada, una decrépita dama, cuya barba puntiaguda salía entre las chorreras de artificiosa gola.