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Pues no es maravilla, que a todo el mundo le pasa lo propio. La misma ruta llevamos, y a fe a fe que debe faltar no poco para llegar al primer pueblo en que descansemos, pues en esta gran llanura que desde aquí diviso no se columbra casa ni choza, ni otro signo de existencia social... Así, pues, entretendremos el aburrimiento del camino con mi historia, que es interesante.

Prometí oírle con atención, y, ávido de sus palabras, le supliqué comenzara; él lo hizo de esta suerte:

—Yo, señor, era estudiante de leyes, un verdadero estudiante, porque no estudiaba letra, ni iba a clase, y me euraba de Triboniano y de las Pandectas lo mismo que del primer cigarro que fumé. Vivía en Salamanca, en una casa viejísima, medio gótica, medio árabe, ocupando un cuarto cuya ventana, de hermosa ojiva, daba a un abandonado patio, donde crecían, con abundancia paradisíaca, mil plantas olorosas, algunas higueras bravías e innumerables huestes de zarzales. Allí me pasaba yo las horas muertas, soñando con lo que faltaba en aquel hermoso retiro: en una mujer rubia o pelinegra, alta o baja, que se llamase Luisa o Clara, Anita o Pilar, Lucrecia... o X, dechado y cifra de la poesía viviente. Transcurrían los meses y no llegaba el esperado ser, dueño de mi alma; cuando un día llegó....

—¡Llegó ellas?—le interrumpí.

—No señor. Llegó el cartero con una carta para mí. Abrí el sobre, y eché una mirada indife-