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158 tos... Llegué a Salamanca, pasé ocho días estudiando, si es estudio el devorar los libros con la inteligencia y apoderarse de sus ideas como se apodera un facineroso del dinero ajeno, haciendo acopio en una hora de lo que cien generaciones capitalizaron afanosamente; me examiné, me aprobaron y me dispuse a regresar a Villasoñada, a cuyo efecto enderecé mis pasos a la administración de la diligencia que hacía el servicio entre Salamanca y la aldea de don Cipriano. No recordaba bien en qué calle estaba, y así hube de preguntar a varios por ella. Ninguno me sabía contestar.

—» Villasoñada?—me decían—. ¡No conozco ese pueblo!

Al principio no me extrañó que hubiese en Salamanca gente que no conociese a Villasoñada; pero cuando pregunté a doce o catorce personas con el mismo negativo resultado, empecé a alarmarme.

Fuí a la estafeta de Correos, y un viejo empleado a quien dirigí mi interrogación, me contestó, mirándome de arriba abajo:

—»Tiene usted gana de broma? ¡Villasoñada!

No hay tal pueblo en el mundo.

Cómo que no, si he pasado yo dos meses en él?

—¿Está usted riéndose de mí? Cuarenta años llevo sirviendo en Correos; he viajado por toda España, y le aseguro a usted que no hay pueblo, aldea, lugar ni caserío que no conozca, de nombre al menos. Pues bien: Villasoñada no existe.

Llenéme de congoja. Las ideas daban vueltas