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seria en sus afectos, que nuestra pasión parecía algo como culto religioso, y se delataba más por el perfume de las almas que por esos actos con que el orgullo de los amantes suele revelar al mundo el hilo de oro que une sus espíritus en dulce coyunda. Como estaba tres y cuatro horas seguidas mirándola desde tan cerca, luego, al quedarme solo, mis ojos no podían ver nada sin verla a ella. Su imagen quedaba estereotipada en mi retina, y la reproducía por un efecto, creo que moral y físico, con todos sus detalles, con sus pesta.

ñas larguísimas, tan largas, que parecían enrodarse unas en otras al mariposear ante la luz, con sus labios de tinte de amapola, con su color quebradito, con su seno poco exuberante, pero gallardísimamente colocado entre una garganta que era un fuste de columna y una cintura que parocía un tronco de olivo.

»Dos meses pasé en Villasoñada, y llegado que fué junio, mi tío me llamó un día a su despacho para decirme:

—Sé que amas a Venturiela y sé que ella to quiere también. Esto me llena de alegría. On saréis... pero es preciso que concluyas tu carrera...

Estamos en junio, el mes de los exámenos. Vestes a Salamanca, examínate y vuelve a Villarinda.

»Prometí hacerlo y lo hice. Demps des Vestituriela al anochecer de un día nublado y caliginoso. Ella no lloró, porque en la presin regis blime de su ahna no cabia la fel de guves you a diese olvidarla, dando al traste con mix ju