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Las palomas contestaron con un arrullo, como manifestando esta idea:

Dame pan y llámame hambriento.» Y la señorita Eladia metió las manos en los bolsillos de su delantal de lana y las sacó llenas otra vez de trigo. Alborotóse el averío; las gallinas quisieron tomar a picotazos las primeras posiciones; un capón que así se le llama—, enderezando sobre una pata su inútil vida, meneó la cresta, hízola caer a un lado y a otro, y lanzó de su pecho un cacareo ministerial, que podía traducirse: «¡A mí, que soy tan obediente y pacífico, no me olvidará usted!» Los gansos reclamaron también su parte, y hasta los pavos hicieron la rueda, como hombres que piden algo.

—¡Ea! Se acabó. Ya no hay más—afirmó Eladia, dando resueltamente algunos pasos hacia la puerta.

Luego volvióse a las bardas del corral más cercanas, y asomando su rostro por encima, miró al camino.

Era una faja polvorienta que, serpeando en ondulante línea, perdíase a lo lejos en los altibajos del montuoso paisaje. No se veía un árbol ni una mata. Rastrojos agostados por la derecha; prados sin verdor por la izquierda, y allá, a lo último del horizonte, una cumbre nevada que hundía su cabeza en las nubes grises de un celaje torvo y amenazador.

—Ya son las cinco—pensó Eladia, mientras sus manos arrancaban del lomo del bardal unos hier-