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cicios, de los cuales decía Gil Soplete, viendo cómo se enseñaba a los soldados a marcar el paso:

—Nos están enseñando a morir a compás.

En poco más de cinco minutos llegó el corneta a la plaza de San Marcial. ¡Qué pedacillo de luna lucía en el horizonte! Era una raja de melón mal cortada, con sus dulces filamentos de rayos pendientes de la parte más aguda de la sección. El tranvía pasó a escape, lleno de gente. Gil entró en aquella taberna que hay frente al cuartel de San Gil debajo de tierra. En la sala de comidas, colocada detrás del mostrador, le aguardaba su madre, de pie, con su cara triste de viuda pobre, que se alegró con todos los esplendores de la aurora maternal al ver llegar a su hijo. Cogió al heroecillo entre sus brazos la viuda, le suspendió en el aire, le besó con furia, con ansia, con vehemencia. ¡Si alguna vez los labios se ha vuelto locos, fué entonces! Se sentaron María Juana y Gil en los bancos que había clavados frente a las largas mesas, mesas de pobres, sin mantel ni comida.

. Allí hablaron. Gil tenía una insaciable curiosidad por saber qué cosas habían pasado en el pueblo, en Polvoranca. Preguntó por sus amigos Tonico, Faco y Andresillo; por el señor cura y por la yegua del escribano, que tantas veces había llevado a beber agua al pilón de la plaza, y, sobre todo, por la hija de don Alejandro, aquella sílfide lugareña, esbelta como una espiga, graciosa y conmovedora como el sueño de la noche de Reyes.

La madre quería que empezaran a cenar. Aque-