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comparables a cerezas que se mueven, posados en mi rostro, y calculad mi alegría al verme al lado de la gentil Antoñita.

—¿Has visto franceses en el camino?—me preguntó mi padre, acariciándome con su ruda mano de labrador hijodalgo.

—Nemine—repuse, pues así era verdad.

—Mañana llegarán aquí, pero eso no importa.

¡Viva Carlos IV!—dijo el autor de mis días.

Llegó la nocha; pasó la noche, o al menos una buena parte de ella, y resistiéndome en vano al sueño, caí por fin en sus brazos. Trataba yo con hercúleos esfuerzos de voluntad de abrir mis ojos y no podía; procesiones de chispas cruzaban ante mis pupilas; enjambres de motitas azules, verdes, tornasoladas, multicolores, ascendían y descendían en abigarrada combinación de matices ante mi retina. Al fin quedé dormido. Entre la vaguedad de mi primer sueño of los acordes del clave en que los dedos flacos y sarmentosos de mi tía Luisa ejecutaban una gavota; oí también el monótono asonante de veinte pies que marcaban el compás arrastrándose sobre la encerada madera, y oí, por último, la voz agria de mi tía la susodicha, que cantaba aquella vieja canción del «Contrabandistas que me era tan conocida.

II

Cuando volví a dar cuenta de mi vida, creí que aun seguía el baile; pero abrí los ojos y me hallé