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Era éste un caballero como de veintiocho años de edad, moreno, pálido y con ojos tan grandes, que constituían la facción más notable de su rostro. Hablando, riendo, y aun callado, aquellos ojos decían siempre algo, y hasta al perderse en la contemplación abstracta de lo indeterminado, estaban echando discursos y haciendo preguntas.

—¿Cuándo vienen esas chicas?—dijo don Sandalio, no porque le respondieran, sino por expresar que, en su concepto, tardaban demasiado.

—Aquí están—dijo Narcisa desde la puerta.

—¿Os ha detenido el tocador?—interrogó don Sandalio.

—Es claro—afirmó Narcisa con graciosa prosopopeya y cómica ironía—. A la mujer no la puede ocupar otro motivo. El tocador es su único pensamiento.

A pesar de las protestas de Narcisa, en su cabəllo y en el de su hermana advertíanse muestras de que el peine había hecho poco antes su oficio.

Frescas rosas, medio escondidas entre el pelo, debajo de la nacarada orejita, adornaban a Narcisa.

Eladia no había querido tal adorno.

Sentáronse en torno a la mesa y circularon las viandas. El substancioso cocido castellano anduvo en rueda, invadiendo la atmósfera del salón el caliente vaho de la sopa. Sobre la mesa descubríanse los entremeses gustosos, la plata de los chuchillos y tenedores, la cristalería fina y la loza de lujo, que, reflejando su limpieza en el mantel, producían un grato efecto aperitivo.