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Sobre este indefinible motín de colores y contrastes álzanse, como el humo sobre la llama, un vaho de aroma campesino, olas de bullanga estrepitosa, vibrar de cornetines, que apaga y domina a veces el ruido de la multitud; el seco estampido del bombo, que, heroicamente manejado por aquel muchacho que desempeña en la música del Hospicio de la ciudad vucina tan trascendentales funciones, corta con el ritmo enojoso de ura enorme péndola tal concierto de armonías.

Ya nos vamos acercando. Ya distinguimos los balcones, en cuyo barandaje de madera flotan las percalinas. Ya se descubren completamente la agitación de la muchedumbre y aquellas filas de hermoso mujerío que asoma por las ventanas, rejas y tragaluces, como enjambre de rosas trepadoras que va en busca del horizonte libre. Destácanse, a la manera de figuras sueltas que avanzar hasta ocupar el primer término del cuadro, hombres de ruda complexión, muchachos vestidos con aquel traje grosero y tosoo que les da apariencia de muñecos...

Corren, corren hacia un edificio grande, destartalado, en cuyo balcón de hierro brilla, esgrimido poi una mano morena, el bastón autoritario, y a su orden aquella multitud se agolpa frente a una puerta que, al abrirse, pone en dispersión a todo el mundo. El gentío experimenta oscilaciones concéntricas, como las que causa en el agua la caída de una piedra, y que van ensanchándose rápidamente.

Es que ha saltado a la plaza un novillo, berrendo en «colorao, de gran romana, el cual trae pen-