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¡Pobre niño mío!—exclamó Narcisa mirando con amor al chiquillo enfermo—. ¿Quieres venirte conmigo?

Dijo Bernardín que sí, bajando la cabeza, y dejándola caer sobre el pecho, púsose a mirar de hito en hito a la linda muchacha.

Tomóle ella en sus brazos, sentóle sobre sus rodillas, cogió con su mano blanca el desencajado y anémico rostro de Bernardín y le obligó a que recostara la cabecita sobre su seno. ¡Oh dulce almohada! Allí se quedó medio dormido el muchacho.

¡Ocho años inocencia! ¡Qué bien dormís en el regazo de la juventud! Era bello aquel conjunto de hermosura y marchitez, de lozanía y enfermed era el grupo bucólico de la espiguilla de trigo moreno junto a la pomposa amapola, una alegoría de lo hermoso protegiendo a lo débil.

También estaba en aquella habitación el buen ingeniero, a quien sólo conocemos por el desenfadado estilo de sus cartas, y que departía amistosamente y en jocoso tono con el juez, cuya enorme boca reía sin cesar y cuyos ojos pequeños, guarnecidos de grandes cristaleras con aro de oro, cerrábanse fuertemente a los impulsos de la risa. El señor don Claudio Castillo usaba de festiva crítica en su conversación, y sin poseer aquella ruda franqueza que Galdós puso por divina manera en el simpático Pepe Rey de Doña Perfecta, gustaba de zaherir irónicamente con las finas agujas de su burla las preocupaciones religiosas, sociales y políticas de la burda gente de Villar Don Lucas.