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de la fiera, que entonces se había parado en el promedio de la plaza y allí escarbaba el polvo, bajando y subiendo la cabeza y husmeando el aire. El hombre se acostumbra desde niño a la indiferencia.

—Bernardín—dijo una voz gutural y ronca—.

Que te calles... Es mucho chico éste.

—Déjele usted que vea la fiesta—repuso Narcisa.

Era su interlocutora una mujer que bien podría haber cumplido los cincuenta años; de complexión hombruna y robusta, de macizo cuerpo, en que había más hueso que carne. Vestía un traje de lana negra, y adornaba sus sienes con dos pequeños rosetones de pelo atravesados por sendas horquillas de alambre.

—Mejor será respondió, sosteniendo entre sus brazos al inquieto Bernardín—que le dejemos tomar el sol... Narcisica, créeme a mí... El que quiera saber, que compre un viejo... Si permites a este muchacho todos sus gustos, mañana te pedirá la luna.

La sala en que esto sucedía era ancha y destartalada. De puro aljofilado, era el suelo un encarnado espejo en que se reflejaban las figuras de los muebles y las personas, confundiéndose las líneas de una mesa de pino humildísima, alarde del lujo lugareño, con los zapatos de Narcisa, y el dorado trespiés en que la entonces olvidada copa del fuego se sustentaba, con la caña de Indias que el señor juez movía entre sus manos, mientras repantigado cómodamente en el viejo sillón de cuero fumaba un papelillo.

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