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se mezclaban y revolvían en confuso y sonoro trueno.

Dijo la cabeza pálida:

—Eladia, ¡cuánto siento que por mi causa deje usted de ver la corrida!

—¡Qué!—replicó ella mirando fijamente a Garrido, pues éste era su interlocutor—. A mí no me gusta ese jaleo insoportable de la plaza. Me asustan los toros y me marea el ruido... Además, ya vo usted, Angal, que mi hermana y yo nos relevamos de hora en hora.

—¡Qué dos ángeles! ¡Cuidan ustedes de mí con un esmero!...

—Pronto se cumple el plazo de mi guardia...

Oye usted?... Da las tres el reloj de la iglesia....

Ahora vendrá Narcisa y...

Dejó cortada su frase Eladia, y como si hubiera ocurrido algún grave suceso imprevisto en el lienzo que deshilaba, reconcentró en él toda su atención y bajó la cabeza sobre sus manos para ver mejor lo que hacían sus dedos.

—Pero ¿por qué no me dejan ustedes solo? Yo estoy violento y mal humorado al considerar que privo a ustedes de un placer que aquí no se repite mucho... Al fin y al cabo, esta inusitada animación de un pueblo muerto, que vive sólo una vez al año, no debe perderse. No es preciso que ustedes se molesten ni que lleven este caritativo turno de guardias para acompañarme... Aquí tengo unos cuantos libros... Novelas escogidas, otras obras de gustoso entretenimiento... Con ellas pro-