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Aquella buena vieja había sido durante treinta años ama de llaves, criada y compañera, todo en una pieza, de don Dimas Bermejo, a quien llamaba el vulgo maldiciente don Dimas el mal ladróns, a causa de que aumentó su hacienda prestando a premio, y con uno nada desmedrado ni equitativo.

Nadie sabe por qué pasó su vida en viriginal celibato, aunque se supone que fué por economía; como nadie sabe tampoco por qué una mañana, de las últimas de su vida, se le antojó casarse con su ama de llaves, con la virtuosa Quiteria, que había paseado su cuerpecito por el mundo durante cincuenta años, con toda su doncellez a cuestas, como la condesa Trifaldi. Capricho fué aquel que dió mucho que reír al pueblo, y en los corros de desocupados que se congregaban en la plaza de diez a doce de la mañana, o a la puerta de la iglesia, si había maitines, por la tarde, se inventaron mil chuscas historias para justificar una cosa injustificable.

Ello es que don Dimas tel mal ladrón» y la santa Quiteria unieron sus arrugadas manos en dulce coyunda de amor ante el sacro Evangelio de San Marcos.

Lo peor del caso fué para unos sobrinos que tenía el mal ladrón, en quienes quiso la negra ventura reunir todas las plagas sociales que abruman a esos señoritos de pueblo, pobres como las ratas, holgazanes como el gorrión y presuntuosos como el mono. Aguardaban la herencia del tío para salir de trampas, y en tanto, se pasaban la vida da