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los que aquí torean no entienden de capa y salen a probar ventura como unos bárbaros que son.

El señor juez entró en la sala entonces, retirándose del balcón, y dijo:

—Esto debía prohibirse. Comprendo las corridas dadas por los toreros de oficio; pero de ningún modo estos brutales alardes de ferocidad. ¡Estas gentes desprecian la vida!

Había dejado de mover la caña, y sus lentes no servían ya de escaparate a aquella perpetua risa con que el representante de la más tremenda autoridad decoraba sus facciones. Un leve reflejo del sol en los cristales de los citados lentes parecía una huella visible de la risa de sus ojos, que sólo en las grandes ocasiones de su profesión se suspendía.

—Señor juez—dijo Quiteria—. Hablando de otra cosa. ¿Sabe usted algo de mi pleito?

—Doňa Quiteria—repuso él—, aún no me ha contestado el amigo de la Audiencia a quien escribí.

—Y usted qué cree?

—Doña Quiteria, mil veces se lo tengo dicho.

Su negocio de usted es seguro; aun cuando esos parientes mal nacidos que su esposo de usted, que gloria haya, dejó en este mundo, son unos enredadores insoportables.

—¡Tunantes!—exclamó ella con calor, sin acordarse más de lo que en la plaza había ocurrido—.

Esos parientes son todos una mentira detrás de una mata, como el otro que dijo.. ¡Propalar que yo había falsificado el testamento de mi difunto don Dimas! ¡Infamia igual!