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este mundo Bernardín, aquel niño cuyo padre murió el mismo día de su bautizo, créese que del disgusto que le causara el verse obligado a aflojar lindamente la bolsa para las ceremonias eclesiásticas de rúbrica en casos tales. Morir el mal ladrón, y caer sobre la casa mortuoria un enjambre de ladrones, peores que el que acababa de cerrar el ojo, fué obra del mismo instante. Manos irreverentes anduvieron registrando los 'cofres del finado, las cómodas de la ropa blanca, la alacena de la loza, el arcón del pan, las candioteras vacías y hasta las sábanas mismas del lecho donde reposaba con el sueño escultural sin fin aquel cadáver amarillo, cuyas entreabiertas pupilas y cuyos labios, contraídos por una como feroz sonrisa, parecían enviar despreciativa e iracunda maldición a los malvados descendientes que así profanaban sus restos.

Quiso la justicia que no encontraran ni un doblón, ni una peseta. Era previsor don Dimas, y todo lo tenía dispuesto en forma: el dinero alzado, el testamento hecho, las alhajas en manos de Quiteria, y hasta el reloj de plata sobredorada que solía usar, entregado, como único regalo de su vida, al cura don Froilán Malaparte, que le ayudó en la hora postrera a trepar con sus patas de cuervo pecador los peldaños de esa escalera, que es de palo aquí, donde empieza, y es de rayos de sol allá arriba, junto al trono celestial del que todo lo puede.