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Acta de Pío XI

más que su gran doctrina y su vigorosa elocuencia, le valió su inalterada dulzura en el cumplimiento de los diversos oficios del sagrado ministerio. Repitiendo habitualmente esa frase memorable, que los Apóstoles sólo luchan con los sufrimientos, triunfan sólo con la muerte, es difícil decir con qué vigor y perseverancia promovió la causa de Jesucristo en Chablais. Luego se le vio recorrer valles profundos y trepar por desfiladeros escarpados para llevar a esos pueblos la luz de la fe y el consuelo de la esperanza cristiana; llamar a los que huían de él; rechazado brutalmente, no darse por vencido; amenazado, reintentar la empresa; expulsado con frecuencia de la posada, pasar noches en la nieve y al aire libre; celebrar aunque nadie quiera asistir; continuar el sermón, incluso cuando los oyentes se marchasen, sin perder jamás nada de su serenidad de ánimo, de su afable caridad hacia los ingratos; y venciendo finalmente con esto la resistencia de los adversarios más obstinados.

Sin embargo, quienquiera que piense que esto en Sales fue un privilegio de una naturaleza dotada por la gracia de Dios con las bendiciones de la dulzura como leemos de otras almas afortunadas, estaría equivocado. De hecho, Francisco, por su misma complexión, era de carácter vivaz y dispuesto a enojarse. Pero, proponiéndose como modelo para imitar a aquel Jesús que había dicho: Aprende de mí que soy manso y humilde de corazón[1], a través de la constante vigilancia y violencia que se hacía a sí mismo, supo reprimir y contener los movimientos del alma, de tal manera que llego a ser un retrato vivo del Dios de paz y dulzura. Esto lo confirma el testimonio de los médicos, quienes, como leemos, al tratar el cuerpo para embalsamarlo, encontraron la hiel petrificada y reducida a diminutas piedras; de esta circunstancia dedujeron cuánta violencia deben debió exigirle contener su natural ira durante cincuenta años.

  1. Mt 11, 29.