lliciosamente, celebrando con alegres carcajadas bromas de carácter más ó menos picante.
Todo el mundo, entre nosotros, parece vivir contínuamente preocupado: el país entero querit opes, como diría el viejo Horacio — busca la fortuna ! no ríe, pues, ni canta. Entra en la edad madura, en la edad de los negocios, sin haber pasado por la alocada juventud, por la edad de los placeres ; — viejo después de ser niño, sin haber sido joven, nuestro país carece de vida alegre. Todo en la vida diaria del porteño está previsto y conocido de antemano : no hay ni tiempo ni gusto para correr tras esos deliciosos placeres, que deben sólo rozarse ligeramente para conservar la ilusión, sin la cual no existe la alegría.
La vida se ha hecho para nosotros demasiado positiva; el mercantilismo nos ahoga. El dios Dinero tiene cada día más adoradores, y su templo — la Bolsa — se llena contínuamente de sacerdotes, más ó menos ardorosos. En la atmósfera de las finanzas — ¿y quién no está en algo complicado en ella hoy día? — no hay placer, ni alegría : la risa misma es estridente, seca, lúgubre. La comedia de nuestro tiempo, para usar una frase célebre, es alegre como una autopsia.
Las gentes se retiran al anochecer á sus casas con