enfermizo en buscar problemas tan sútiles, dignos
sólo de épocas bizantinas, durante las cuales se per-
vierte el sentido moral y se eclipsa el sentido común.
Hay un peligro grave en estudiar en detalles parcia-
les y sofísticos los estragos de una pasión, cuyos efec-
tos serían en la vida real pervertidores de lo más
santo y de lo más fundamental de la existencia hu
mana. Pues á ser verdaderos los argumentos capcio-
sos con los cuales el autor va poquito á poco inficio-
nando el ánimo del lector (ó de la lectora, lo que
sería infinitamente lamentable!, y preparándole, sino
á justificar, por lo menos á excusar, el desenlace como
cosa fatal, inevitable, en la cual los protagonistas no
tienen culpa, sino que ésta incumbe por entero al
Hado, al acaso-—á ser exactos esos argumentos, dado
que se trata de un caso especialísimo, de un incesto
en cierto modo, ¿qué queda para el común de los casos,
qué para los adulterios generales, en los cuales el
amante no conoce al marido, ó es éste un mónstruo
humano, ó cosa parecida? Pues, ¡ que sería lo más
natural de este mundo !...
Y la víctima! Aquel cumplido caballero, dechado de perfecciones, traicionado así por su propia mujer, y su hijo adoptivo ! El autor al parecer le ha tratado con piedad, pero al insistir en la persistente ceguera del Sganarelle mexicano, sin quererlo hace inclinar la