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diable desaparicion, así es cómo Humahuaca (de Hum-y-mi cabeza, y huacar, llorar) con su cabeza que llora, Tilcara (de til-hackara, aquí descanso) con su significativo nombre de paradero al fin de penosa etapa, y Yala, de para mí desconocida etimología, me atraían evocando en mi espíritu el recuerdo de remotísimas leyendas que aún hoy corren en boca de los descendientes de aquellos guerreros quichuas y aymaráes, cuya lengua enérgica quizá en sus acentos, en otros tiempos, hoy remeda más el murmullo suave y quejumbroso de una raza vencida, que no el idioma poderosamente articulado que parece debió corresponder á los altivos conquistadores cuyas hordas se movían á la voz del Inca, desde el Ecuador al confin lejano de los belicosos Araucanos.

Mas es probable que mis ideas acerca del influjo de los nombres bonitos sobre el ánimo del viajero sólo sean ciertas para las imaginaciones poéticas y romancescas, pero que resulten totalmente falsas para los espíritus prácticos, pues el arriero de cualquier provincia más se ocupará de averiguar si las aguas de tal río son buenas ó vadeables, ó si tal montaña es accesible ó no, sin importarle un comino lo lindo ó feo de sus nombres, sobre los cuales me he extendido demasiado, razon por lo que pongo aquí punto final acerca de ellos.


Salí de Jujuy montado en un caballo que mi buen amigo el Sr. Domingo F. Perez me había prestado, y acompañado de un jóven Ortega y de un peon, crucé la Tablada, extenso llano donde tienen lugar las férias anuales, y descendí al valle del Rio Grande por un profundo, angosto, pedregoso y pendientísimo sendero, densamente sombreado por enormes árboles cuyas ramas se cruzaban y entretejían sobre nuestras cabezas, y flanqueado por intrincados y perfumados matorrales.

A qualquier otro que no fuera V. le describiría en formas ditirámbicas, estos caminos hondos, cavados en la vertiente de las montañas boscosas, por la accion de las avenidas, el tiempo y los cascos de muías, bueyes, caballos, llamas y to-