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parecía de zafiro. Entonces el gorjeo del pájaro nos revela una maravilla: la montaña está encantada y el mundo se ha vuelto azul.

«Azul...» fué el primer libro revelador de Rubén Darío.

No entiendo, dijo la retórica. Para las almas duras, nada hay tan difícil de entender como las cosas sencillas. Así el necio no puede ver el agua tranquila sin arrojarle una piedra. Es que no la entiende. En aquellos regocijados tiempos, nuestros clásicos de infantería ligera, que otros no conocí, declaraban con transparente astucia no entender a Verlaine, por supuesto que sin haberlo leído. Es lo que debe pensarse por consideración a su inteligencia. Con eso evitaban nombrar al monstruo, que era para ellos tanto como anonadarlo, y le reprochaban en su admiración a Verlaine el consabido galicismo.

Porque claro está que ese libertador, ese griego de alma, ese creador del mucho espíritu en la poca materia, fué un hijo espiritual de Francia. Así repetíanse en él dos fenómenos por vez primera correlacionados para el máximo efecto: la renovación de la literatura española, que desde los tiempos del «Romancero» procede siempre de Francia, y las revoluciones libertadoras de América, que son también cosa francesa. No hay por ello nada más falso y más cursi que el horror académico al galicismo. Si algún país debe legítimamente influir sobre la cultura española, es el de Francia, por generoso y por hermano. Reconocerlo es una prueba de sencillo buen gusto: negarlo, un grosero alarde para llamar la atención, violando la conocida regla en cuya