nobleza que está en contacto con ella, es la primera que se contamina. Qué sucede entonces? Una parte de los nobles, la menos honrada y la menos generosa, permanece en la Corte. Todo va á sepultarse; el tiempo urge, es necesario apresurarse, es necesario enriquecerse, engrandecerse, aprovecharse de las circunstancias. No se piensa sino en sí. Cada uno se labra, sin compasión por el país, una pequeña fortuna particular en un rincón del gran infortunio público. Cortesanos ó ministros, se apresuran á ser felices y poderosos. Si tienen talento, se depravan y consiguen su objeto. Las órdenes del Estado, las dignidades, los puestos, el dinero, todo se toma, todo se quiere, se roba todo. No se vive sino para la ambición y la avaricia. Bajo un exterior lleno de gravedad, se ocultan los desórdenes que la debilidad humana puede engendrar. Y como esta vida encarnada en las vanidades y en los placeres del orgullo, tiene por primera condición el olvido de los sentimientos naturales, se hacen feroces. Cuando el día de la desgracia llega, algo de monstruoso se desenvuelve en el cortesano caído, y el hombre, se convierte en demonio.
Él estado desespera dé la monarquía é impele la otra mitad de la nobleza, la mejor y la más bien nacida, hacia otra senda: ésta se refugia en su casa; vuelve á sus palacios, á sus castillos, á sus señoríos; porque los negocios le fastidian; y ella no puede nada; el fin del mundo se acerca. ¿Qué hacer, por qué desolarse? Es preciso aturdirse, cerrar los ojos,