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en su posición favorita: las piernas cruzadas, la mano en la rodilla y los ojos fijos en la mano. Su bello rostro estaba sereno, frío e impenetrable. Por muy atentamente que se le mirase, no dejaba traslucir la más leve emoción; todo se concentraba en los ojos fijos. «Con la misma calma acogerá la muerte», pensó Kolesnikov. Por un instante se sintió turbado; después, rascándose el cuello por debajo de la barba, como si esto le tranquilizara y le infundiera nueva energía, dijo fríamente:

—Sí, tengo que conocer a los suyos. Quería preguntarle además una cosa, pero hasta ahora no se ha presentado ocasión. Dígame, Alejandro Nicolaievich, ¿cómo se llamaba su padre? Nicolás...

—Eugenievich.

—Nicolás Eugenievich? Entonces es el mismo.

Sí, sí. N. E. Pogodin... En un periódico viejo leí un caso bien triste: un oficial llamado N. E. Pogodin mató a sablazos a un estudiante... Hace mucho tiempo de esto; unos veinte años...

—¿Cómo sucedió?

—Pues de la manera más sencilla del mundo:

aquel oficial estaba en su puesto, aguardando el paso de un personaje importante... Naturalmente, había mucha gente. Al desgraciado estudiante se le ocurrió la idea de decir algo muy poco respetuoso para aquel personaje, y el oficial N. E. Pogodin la emprendió a sablazos con él. El estudiante cayó muerto.

—El oficial estaba borracho?

SACHKA YEGULEV.

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