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al amor. ¡Pobre muchacho! ¡Qué tortura! ¡Dios mío, Dios nío!, pensaba.

Bajó la cabeza para no ver la mano de Sacha, que oprimía su cuello juvenil. Pronto empezaron a oírse leves sonidos; en el salón, unas manos indecisas tocaban el piano. Era algo dulce, ingenuo y conmovedor, como el primer sueño de la infancia. A lo lejos se oía el ruido de los platos; probablemente estaban lavando la vajilla en la cocina. La vida cotidiana seguía su curso en la casa.

Sacha abrió la puerta y dijo en alta voz:

—Mamita, no toques, te lo ruego. Después...

La música cesó.

—Sacha, ven aquí un momento—dijo Helena Petrovna.

Sacha se excusó y salió.

Encima de la cama, cubierta por una colcha blanca, brillaba un pequeño icono dorado, cuyo fondo era una barrita de hi apenas visible.

Los libros y los cuadernos estaban dispuestos sobre la mesa con mucho orden. Sobre la madera de una doble goma de borrar había grabada con un cortaplumas la inscripción: Alejandro Pogodin, estudiante... El resto estaba raspado.

Creía Kolesnikov que había estudiado ya bien la casa, y, sin embargo, ahora le parecía que entraba en ella por primera vez.

—Pues bien, Basilio Vasilievich—dijo Sacha, cerrando la puerta tras sí—, le ruego que continúe la conversación que entablamos la otra noche, en