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querido; soy culpable con usted. Aunque tuve plena confianza en usted, desde que vi sus ojos he procurado, sin embargo, convencerme definitivamente.

Porque, mire usted, los hombres me han torturado mucho y muy cruelmente; no tengo confianza en ellos. Veo que tienen dos piernas, pero no estoy seguro de nada más. Hasta el presente, habría dudado de usted si no hubiera visto la otra noche sus ojos a la luz del incendio. Cuando quiera usted conocer a alguien a fondo, provoque un incendio y mire cómo se reflejan las llamas en sus ojos.

—No hablemos de mí. Hablemos de la causa.

—Pero, querido, lo esencial es usted. La causa no es nada. La causa es usted. Si se considera la cosa desde el punto de vista académico, ¿qué es lo que yo le propongo? Ir al bosque, hacerse un bandido, asesinar, incendiar, robar. Semejante programa huele a locura, y hasta peor. Y, sin embargo, yo no soy ni un loco ni un cobarde...

Durante algún tiempo caminaron en silencio. El primero en hablar fué Sacha:

—Mi vida, Basilio Vasilievich, no ha sido nunca amena. Por supuesto, la causa principal de ello era mi incapacidad. Cuando un hombre no tiene ningún talento es difícil estar alegre. Pero hay otra cosa quizá más importante. Y figúrese usted, Basilio Vasilievich: esa otra cosa, precisamente, se me ha olvidado. ¿No es esto bien extraño? Es lo más importante, aquello sin lo cual la vida se hace incomprensible, y de repente lo he olvidado. Como cuando uno pierde la llave de su casa. Y, sin em.