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belleza y de la pureza de sus pensamientos, unos labios sedientos bebieron su sangre y pereció muy joven, de una muerte solitaria y terrible. Fué enterrado junto a los criminales y asesinos, cuya suerte había compartido por propia voluntad; murió maldito de los hombres y nadie puso una cruz sobre su tumba desconocida.

¿Quién iba a cerrar los ojos de un asesino? Quedarán abiertos, mirando dóciles a las tinieblas, hasta el gran día del juicio supremo. ¿Quién hubiera osado cerrar los ojos de Sachka Yegulev?

Pero su madre vive y le llama:

—¡Sacha, dulce hijo mío!

II

La infancia de Sacha

Sacha Pogodin no tuvo nunca eso que se llama serenidad de la infancia. Siendo, como era, un niño semejante a los demás, su memoria no conservaba ningún recuerdo de ese sentimiento particular de quietud, de impecabilidad, de alegría serena que está íntimamente ligado con el sentimiento de la vida. Dijérase que no había nacido como los otros niños, sino que había despertado de un sueño: un viejo que se durmiera con el alma hastiada y cargada de pecados y se despertara niño, habiendo olvidado lo que fué antes. Un sentimiento de cansancio y de turbación misteriosa pesaba abruma-