dor sobre los primeros días de la infancia de Sacha.
Una vez, cuando la familia estaba en San Petersburgo y aun vivía su padre, Sacha se acercó a su madre y se lamentó con voz extrañamente seria:
—¡Si supieras, madrecita, qué cansado estoy!
—Eso es que has corrido mucho—dijo la madre.
Acababa de ver a Sacha correr con los demás muchachos por aquel patio enorme, lanzando gritos belicosos.
—No hay que correr tantoañadió; así no te cansarás. ¡Mira qué sucio estás!
—¡No, no es eso!
—Entonces, qué? ¿Qué te pasa?
—Estoy cansado, sencillamente. ¡No lo comprendes?
En este momento, Helena Petrovna miró a su hijo en los ojos, como si fuera la primera vez que lo mirase, y se asustó. Morirá de escarlatina —pensó—, pues en aquella época tenían las madres mucho miedo a la escarlatina.
Pero la epidemia cesó pronto. Sacha estaba sano, crecía bien, era fuerte, lo mismo que su hermanita, que parecía una flor tierna y sólida sobre un tallo flexible. Pero la expresión de los ojos de Sacha, que había asustado tanto a su madre, siguió en ellos y ya no desapareció.
Como su hermanita, Sacha era en extremo risueño. Su padre, el general, explotaba a veces esta debilidad. Con frecuencia, en la mesa, eligiendo el momento en que Sacha tenía la boca llena, decía expresamente alguna chuscada. Sacha hacía gran-