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gran emoción. Se oyeron voces espantadas, cuchicheos:

—¡Es un loco! ¡Echadle!

Sacha se volvió hacia la ventana y se estremeció. Agarrado con sus manos a los barrotes estaba uno de los locos, que, paseándose por el patio, tuvo la idea de ver lo que sucedía en el interior de la capilla. Estaba sin gorra, con los cabellos cortados muy al rape, y sus ojos tenían la expresión extraña de un loco curioso. Una sonrisa vaga contraía sus labios; su mirada escrutaba inquieta los rostros de los asistentes. Haciendo la señal de la cruz, el colegial Dobrovolsky se acercó a la ventana. La cabeza del loco desapareció.

Algunos minutos después terminó el funeral.

El pope no se daba prisa por quitarse el alba y marcharse. Probablemente quería decir algunas palabras a los colegiales; pero no estaba seguro de la acogida que harían allí a su sermón. Se volvió a los asistentes y los miró tímidamente con sus bondadosos ojos viejos. Sacha, que no conocía más pope que el del colegio, el padre Alejo, y que había como olvidado que existían otros popes en el mundo, se extrañó de que aquel no fuera el padre Alejo, y con una curiosidad benévola examinaba el pálido rostro desconocido y los ojos enrojecidos por el llanto. Leyó en los ojos del pope, no solamente el dolor, sino la timidez, casi el espanto. Los demás estaban también confusos.

"¿Por qué tarda tanto?», pensó Sacha, lleno de piedad hacia el pope.